Cuando un hijo desaparece
¿Y si un día una madre se levanta y descubre que su hijo o su hija desapareció sin dejar rastro? ¿Habrá alguna tragedia mayor? ¿Cuánto tiempo dedicará a la búsqueda? Ni siquiera la muerte es tan cruel como la desaparición. Volvieron estos días a mi memoria las imágenes de los desaparecidos al conocer la noticia de la muerte de la señora Fabiola Lalinde, una mujer que se convirtió en símbolo de todas las familias que han vivido la desgracia de perder a un ser querido en la tortura de la desaparición forzada. Conocí a doña Fabiola hace muchos años. Yo estaba en la universidad y desde allí descubrí la batalla que emprendieron familiares de muchos jóvenes desaparecidos en la trágica década de los 80. Pedían respuestas y justicia. Luis Fernando, el hijo de doña Fabiola, fue uno de esos jóvenes. Desapareció en octubre de 1984. El Ejército se lo llevó y apareció muerto años después cuando el tesón de su madre lo rescató de las sombras.
Cuando conocí a doña Fabiola a mediados de la década de los 80, los familiares de los desaparecidos, que en ese momento se contaban por cientos y hoy por miles, habían emprendido su cruzada saliendo a las calles portando las fotografías de sus seres queridos para tratar de mantener vivo su recuerdo, para reclamar justicia y sobre todo para exigir su regreso, para rescatarlos de la oscuridad. Conocí a doña Fabiola y a muchas otras personas que comenzaron a juntar sus angustias para buscar a los hijos perdidos. Tengo muy fresca en la memoria la imagen conmovedora que se me quedó en la retina cuando ví por primera vez el desfile de esos rostros de hombres y mujeres congelados en el tiempo, convertidos en pancartas. Los llevaban las madres, las abuelas, los hermanos y en sus rostros se dibujaba con claridad esa mezcla de tristeza infinita e incertidumbre que siembra la desaparición. Es una eterna pregunta, una ansiedad que no pasa, una duda que persiste y que duele cada día.
Me conmovió tanto la historia de estas familias que en varias oportunidades caminé a su lado para acompañar con respeto su dolor. Después no volví a ver a doña Fabiola, pero desde lejos seguí su lucha y su historia. Como periodista en muchas oportunidades informé sobre los avances y retrocesos de la batalla de estas familias: la tipificación del delito de desaparición forzada, las denuncias internacionales, los nuevos desaparecidos que tristemente se siguen sumando año tras año a esa lista trágica. Doña Fabiola, con su operación Sirirí para persistir y persistir en la búsqueda de Luis Fernando, logró lo que muchos no han logrado: encontrar a su hijo y recibir parte de sus restos. En otro momento en este espacio recordaba que para las familias de los desaparecidos la muerte se convierte en esperanza. La muerte es al fin y al cabo una certeza. Tener un cadáver o unos restos, poder hacer una despedida digna, es avanzar en un duelo que es imposible de cerrar cuando hay una desaparición con su carga de preguntas sin respuestas.
Doña Fabiola Lalinde dedicó décadas a buscar a su hijo y, como tantas mujeres que se levantan de sus tragedias para ayudar a otros, se convirtió también en el soporte de más familias que han pasado por el mismo dolor y por la misma incertidumbre. Triste decir que son muchas. Cuando escribo esta columna consulto el archivo de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por desaparecidas. Me arroja esta cifra: 99.235. Son más hombres que mujeres, más jóvenes que viejos, pero hay de todas las edades. Hay 758 niños menores de 5 años en esa lista. La Unidad busca a las personas que desaparecieron en el marco del conflicto. Hoy por lo menos hay manera de ver la magnitud del problema y algunas familias han podido encontrar a los suyos. La tarea es monumental y la posibilidad de encontrarlos a todos es remota. Todo mi respeto para doña Fabiola y para tantos colombianos que siguen buscando a los suyos. A ellos les debemos respuestas y por ellos debemos decir: ni un desaparecido más. Que este dolor no nos resbale.